Al final, ¿qué queda?

José Luis Taveras
Abogado, ensayista, académico, editor.

A muy pocos admiradores de la cultura pop les resultó indiferente la repentina explosión de Nirvana, una banda surgida a finales de los ochenta y que, bajo la égida de Kurt Cobain, líder e intérprete, ensayó con el ritmo grunge, un experimento que licuó el punk con el heavy metal para producir un coctel de crujidos acústicos ásperos y ácidos. ¿Quién no recuerda la canción Smells like teen spirit (1991), cuya salida fue tan exitosa que llegó a eclipsar a Dangerous de Michael Jackson?

La lírica de Kurt Cobain era tan gris como etérea, tan amotinada como frenética; un retrato de su vida vacía, díscola y turbulenta. Y es que, cuando apenas tenía nueve años, con el divorcio de sus padres, su carrera fue un tropel desbocado. Estuvo bajo la custodia de su padre, de la que se apartó para vivir por su cuenta. Fue entonces que compartió su temprana formación musical con todo tipo de errancia en los sótanos del inframundo. Llegó a dormir en hospitales, casas de amigos y estaciones de trenes; se estrenó en el consumo del alcohol y las drogas, y en el 1985 formó su propia banda, llamándola, dos años después, Nirvana.

A pesar de tener una existencia ruda y hostil, Cobain se mantuvo amargamente arraigado a su propuesta de rock alternativo, que no fue bien entendida por la crítica contemporánea, situación que le creó duros trances depresivos hasta empujarlo a dos intentos de suicido por sobredosis intencional de heroína. A pesar del inesperado éxito de Nirvana, sobre todo después de su segundo álbum Nevermind (1991), los desencuentros existenciales de Cobain se agudizaron al punto de perder las coordenadas de su rumbo.

El 5 de abril de 1994, agobiado por la depresión y con apenas 27 años, Kurt fue hallado muerto en su casa de Seattle después de darse un disparo tres días antes de que fuera levantado su cadáver. La nota suicida rodó por el mundo y hoy retiñen como eco algunos de sus fragmentos más lapidarios: “… Ya hace demasiado tiempo que no me emociono ni escuchando ni creando música, ni tampoco escribiéndola, ni siquiera haciendo rock and roll. Me siento increíblemente culpable. Tengo una mujer divina, llena de ambición y comprensión, y una hija que me recuerda mucho cómo había sido yo. Llena de amor y alegría, confía en todo el mundo porque para ella todo el mundo es bueno y cree que no le harán daño. Eso me asusta tanto que casi me inmoviliza. No puedo soportar la idea de que Frances se convierta en una roquera siniestra, miserable y autodestructiva como en lo que me he convertido yo. Lo tengo todo, todo. […] Gracias a todos desde lo más profundo de mi estómago nauseabundo por vuestras cartas y vuestro interés durante los últimos años. Soy una criatura voluble y lunática. Se me ha acabado la pasión, y recordad que es mejor quemarse que apagarse lentamente…”.

Hoy pasé por el Museo de la Cultura Pop (Mopop) de Seattle. En un espacio reservado del segundo nivel se erige la galería de Nirvana, orgullo de la ciudad, donde, entre otras cosas, se exhiben pertenencias personales de Kurt Cobain. Mientras corría la mirada por las fotos familiares, los instrumentos musicales, las notas manuscritas de canciones y los suvenires de giras, mis impresiones empezaron a tomar cuerpo de inevitables reflexiones. Pensar que esos objetos fueron una vez parte de la intimidad de alguien de su talla me llevó a pensar en aquello que dejamos.

No pocas veces he tenido entre mis manos objetos que una vez “pertenecieron” a personas que partieron. Cada uno cuenta un relato inconcluso de su historia. Imaginar que cosas tan rutinarias como un vestido, un bolígrafo, un libro, un viejo jean o un abrigo transcendieron en el tiempo a una vida fecunda es para sobrecogerse de fatalidad, más para aquellos que percibieron o interpretaron el mundo desde su centro, como si las cosas se ordenaran por y para su destino. En esa lógica, pierde comprensión la mortalidad como designio existencial.

Y es que, si pensamos más adentro, en realidad, al morir, nunca “dejamos las cosas”, estas siempre estuvieron; tampoco fuimos sus dueños, apenas fue una ilusión creada por el derecho positivo: solo nos servimos de su uso.

Se trata de una paradoja siniestra: mientras las cosas perviven, nuestra memoria se evapora. Los lamentos, como mucho, duran setenta y dos horas; con la inhumación se entierra también nuestra historia.

La vida no detiene su compás ni interrumpe sus latidos. Eso de consumarla acumulando bienes no parece un plan de realización memorable, más cuando, al final, esos mismos objetos, siendo inertes, permanecen. Por lo demás, el tiempo se ocupará de nuestro olvido… y lo hará con fina maestría. Recuerdo al apóstol Santiago: “Sin embargo, no sabéis cómo será vuestra vida mañana. Solo sois un vapor que aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece” (Santiago 4:14).

Es patético ser recordado por ser rico, como si esa condición acreditara algún derecho para un seguro tránsito eterno. Es peor que ser olvidado. Es ser valorado por nuestros bienes y no por lo que esencialmente fuimos.

Somos lo que vivimos y, por más vueltas que le demos al misterio, solo nos inmortalizaremos en la memoria de aquellos con quienes compartimos cercanía, esos que recibieron la bondad de nuestras atenciones o que nos dieron la oportunidad de darles una mejor existencia; después, a pocos les importamos, en un mundo que ve morir cerca de 175 000 personas diariamente.

El nombre de una calle, una estatua o un edificio será una mención vacía. Un proyecto existencial trascendente rebasa los reconocimientos y las aclamaciones; es un balance consolidado de lo que hicimos por aquellos que Dios o el destino (según se crea) ha puesto en nuestra esfera. Frente a la muerte no merecemos otra distinción que recibirla. A la postre, eso es lo que queda; en definitiva, eso es lo que dejamos… lo demás: vapor y olvido…

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