Gaza: orgía de sangre

Por: José Luis Taveras, Abogado, ensayista, académico, editor.

Der Judenstaat fue una breve obra publicada en 1806 que leí cuando apenas tenía 17 años. En ella, Theodor Herzl, un periodista austrohúngaro considerado el fundador del sionismo, proclamaba, como solución a “la cuestión judía”, la creación de un Estado nacional para todos los judíos dispersos en el mundo.

Desde entonces, Herzl se convirtió en el más notable ideólogo y activista de una causa entendida como utópica aun entre los judíos de su época. “Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra” era la leyenda que en ese entonces resumía la naciente expectativa del destierro judío, especialmente en Europa oriental. Nace así el sionismo como movimiento político más que religioso.

La obra icónica de Herzl me llevó a otras más dogmáticas como “Sionismo: orígenes y textos fundacionales del Estado de Israel“, un trabajo conjunto de Herzl y Leo Pinsker. Desde entonces seguí con interés el devenir del pueblo judío y su quimérico ensayo nacionalista desde sus primeras migraciones colonizadoras a Palestina (a través de los kibutz) hasta más allá del establecimiento del Estado de Israel en 1948. Recreé, a través de la historia bélica del siglo XX, las cruzadas épicas de Israel en defensa de su autonomía en las guerras de 1948, del 56, de los Seis Días (1967) y Yom Kipur (1973), así como la conducción de David Ben Gurión en la consolidación de la independencia de Israel.

Tal fascinación por la historia hebrea no fue sentimental; tampoco estuvo incitada por una suerte de solidaridad ante el odio antisemita que nubló al mundo durante siglos, ni fue seducida por la concepción supremacista judía de ser “el pueblo elegido” por Dios. Fue motivada por la influencia que, en mi formación teológica, tuvo la literatura bíblica veterotestamentaria.

Estudié con cierta sistematicidad el Antiguo Testamento en la diversidad de sus géneros: antropología, historia (patriarcal, judicial y monárquica), poesía, filosofía sapiencial y profecía. De manera que, ya a los 22 años, la historia de Israel, imbricada en las bases del cristianismo bíblico, ocupaba un fuerte latido en mis concepciones religiosas. Sin embargo, ese hecho no fue una condición para dogmatizar las comprensiones personales sobre los procesos geopolíticos e históricos que condujeron al nacimiento del Estado de Israel. En esa línea de interés estudié intensamente el conflicto árabe/palestino/israelí, abrevando indistintamente en la historiografía tanto judía (Avi Shlaim, Benny Morris, Tom Segev) como palestina (Constantine Zurayk, Walid Khalidi, Arif al-Arif), un relato diverso de interpretaciones con escasas conciliaciones.

Tempranamente me declaré simpatizante no ideológico del sionismo, palabra satanizada por casi la mitad del mundo. A pesar del estigma que ha significado en medios académicos liberales esa posición, he defendido, por razones que no quiero ni insinuar ahora, el derecho de Israel a existir como Estado, sin dejar de reconocer los vínculos ancestrales de los palestinos con su tierra.

Pero ni los años ni las vivencias se equivocan. Otra cosa es ver por dentro. Estuve en Israel pocos años después del levantamiento de la juventud palestina en Cisjordania y Gaza en 1987, conocido como la Intifada. Visité las principales ciudades bajo control de la autoridad palestina, como Gaza, Beit Lahia, Nablus, Sanur, Hebrón, Jericó, Belén y otras. En ese tiempo Gaza era un gueto de hacinamiento interino menos poblado o urbanizado que hoy.

El testimonio recogido de palestinos y algunos judíos fue de repudio visceral a una ostentación brutal de violencia de Israel en contra de simples turbas callejeras, especialmente en Gaza; un capítulo negro en la historia del viejo conflicto. Algunos de los inquiridos narraban con horror el ataque salvaje de las tropas israelitas contra muchachos desarmados y el uso de tanques blindados y ametralladoras. Sus expresiones se torcían al repetir aquella orden del ministro de defensa israelí, Isaac Rabin, cuando públicamente dispuso disparar a la cabeza de los dirigentes “del desorden”.

En su momento, a pesar de los reportes de la prensa extranjera, matizados por los intereses en juego, entendí, ya en el teatro humano de los testimonios, el patrón de “defensa” de Israel. A pesar de los aparentes códigos convencionales, en la lucha en contra de la resistencia palestina, Israel no ha podido disimularle al mundo su impronta sofisticadamente terrorista, excediendo la protección de la seguridad nacional por un fuerte odio de Estado en perjuicio de una población tratada como paria.

Cuando el 7 de octubre de 2023 se produce el execrable atentado de Hamas en el que murieron 1200 israelitas, temí por la repuesta de Israel, conociendo las ínfulas de un hombre frío, truculento y metálico como Benjamín Netanyahu. Presentí una retaliación desproporcionada. Después de la incursión terrestre de las tropas israelíes a Gaza no le creí el pretexto de una guerra de “baja intensidad” para destruir la infraestructura de Hamás y eliminar “focos de resistencia”.

Hoy Israel crea un pandemonio dantesco en una zona devastada y ataca sin censura todo tipo de objetivos. Lo que se vive en Gaza es inenarrable; un infierno dominado por las fuerzas ciegas de la destrucción. Más de 30,000 palestinos muertos, en su mayoría mujeres y niños, cerca del ochenta por ciento de gazatíes malviviendo fuera de sus hogares y la mitad de los dos millones y medio con riesgo de ser alcanzados en los próximos días por una hambruna dramática, amenaza que ha llevado a la FAO a poner las alertas.

Con una ciudad sitiada y reducida a escombros, Israel ataca por aire, tierra y mar sin permitir el acceso y flujo de ayuda humanitaria terrestre. Las condiciones de insalubridad se deterioran dramáticamente con hospitales colapsados.

Esa orgía de sangre debe parar. El mundo occidental no debe ni puede dar la espalda a un franco genocidio. La cruzada de repudio debe ser global; el llamado, universal. Omitir es consentir.

El derecho de Israel a defender su condición de Estado, y que desde mi juventud he defendido, hoy le asiste con mayor razón a los palestinos. Quiérase o no, el inexorable camino de ambos pueblos es coexistir como Estados autónomos. Ese propósito ha tenido un recorrido tortuoso y sangriento, pero tarde o temprano la convivencia se impondrá hasta por gravedad dialéctica. Mientras, esta escalada demencial debe ser detenida…

El derecho de Israel a defender su condición de Estado, y que desde mi juventud he defendido, hoy le asiste con mayor razón a los palestinos. Quiérase o no, el inexorable camino de ambos pueblos es coexistir como Estados autónomos. Ese propósito ha tenido un recorrido tortuoso…, pero tarde o temprano la convivencia se impondrá

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