Abogado, ensayista, académico, editor.
Haití es una nación mártir. Esa condición la dispensa de muchas obligaciones ante el mundo. Y es que su dependencia de la voluntad internacional la ha consentido como a ninguna otra del hemisferio.
El país vecino provoca así la empatía propia de la víctima, sobre todo en un momento en que aquellas naciones que por adeudos históricos debieron socorrerla se han declarado impotentes. Pero tampoco nos engañemos: Haití sabe muy bien cómo revictimizarse.
La nación caribeña demuestra que no puede estar fuera de la tutela internacional, o, en palabras más crudas, que no deben dejarla sola. Así, hoy está en peores condiciones que las que justificaron la intervención de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah) el 1 junio de 2004, una fuerza multinacional creada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas con el propósito de estabilizar al país y que mantuvo operaciones hasta el 15 de octubre de 2017.
Durante esos trece años, la pacificación del país fue insegura y aparente; en la base permanecieron intactas las estructuras de una violencia social reprimida que hoy desata sus ventoleras más desoladoras. Desde la salida de la Minustah hasta hoy Haití exhibe al mundo lo que siempre ha sido: un pandemonio indomable.
A la República Dominicana le ha tocado reivindicar un derecho legítimo en el peor momento: su oposición a la construcción, en territorio haitiano, de un canal artesanal que trasvasa agua del río Dajabón en violación al artículo 10 del Tratado de Paz, Amistad y Arbitraje suscrito entre los dos Estados el 20 de febrero de 1929.
Después de hacer un llamado desatendido a suspender los trabajos de la obra, el Gobierno dominicano dispuso el cierre de la frontera. Esta medida fue ejecutada con una ostentación portentosa de fuerza militar que, lejos de disuadir, ha encendido la hostilidad del otro lado de la frontera.
A casi una semana de la clausura del tránsito y comercio transfronterizo, en Haití la construcción de la obra ha convocado una simpatía inesperada, a tal punto que sectores antagonistas han coincidido en defenderla.
De esta manera, Haití, un país fragmentado por los intereses en pugna, ha hallado una inédita razón para unificarse. Claro, se trata de un motivo oportunista de cuño político, porque tanto aquí como allá la relación binacional ha convocado viejas pasiones nacionalistas, sobre todo en la esfera de la intelectualidad y las élites dominantes haitianas.
No dudo de que el Gobierno dominicano se encuentre desconcertado al creer que la vecina nación no aguantaría una semana sin comercio, circulación ni abastos. Las privaciones ancestrales del país más pobre de Occidente, en un estado de convivencia casi tribal, ha hecho extremadamente resiliente al pueblo haitiano.
Haití puede pulsear y torcer. Es una oportunidad propicia para un gobierno débil y deslegitimado de dar señales de vida; para las bandas organizadas mostrar sus músculos frente a un Estado extranjero; para la oposición política abanderar la victimización nacionalista y acorralar al gobierno haitiano; para las mafias del comercio especular en una eventual crisis de suministros. En suma, todos ganan.
Pero, además, la posición de la República Dominicana no es segura al tratar con un Estado sin control del poder, del territorio ni de las instituciones, y, peor, sin interlocutores válidos que acrediten un proceso de negociación vinculante. Esa aparente debilidad es una ventaja comparativa para Haití.
Pero donde Haití guarda sus reservas más primorosas es frente a la comunidad internacional. A pesar de la aparente desatención política del mundo, la nación exhibe una historia exitosa de apoyo a sus causas humanitarias. Más en un momento en que las naciones concernidas (Estados Unidos, Francia y Canadá) se sienten acosadas por una disimulada frustración en la estabilización del país.
Cualquier reclamo de Haití será victimizado y no es de dudar que desde distintos foros internacionales se invoquen soluciones humanitarias para solventar el conflicto. En ese ruedo la República Dominicana también lleva las de perder, aún más con la fama de nación esclavista, racista y xenófoba avivada desde las plataformas ideológicas que mueven hoy los discursos globales.
Otra desventaja en la posición de la República Dominicana frente al conflicto es la falta de unidad discursiva del liderazgo político local. Y es que, a diferencia de Haití, oposición y Gobierno tienen relatos distintos. La oposición sabe que cualquier avanzada del Gobierno en este propósito le acreditará simpatía al presidente Abinader, quien busca la repostulación, y por eso trata de desmeritar sus esfuerzos; el Gobierno, por su parte, no deja de dramatizar la gestión militar del diferendo con un excesivo interés efectista. Ambos sectores saben que el tema de Haití, quiérase o no, despierta fervores. Pena que la política siempre infecte las causas más sanas.
Lo que sigue es un duelo de resistencia entre dos naciones que sufrirán daños. La República Dominicana perderá negocios con su segundo socio y con el que mantiene un superávit ventajoso en su balanza comercial en una relación que envuelve casi mil millones de dólares en exportación de bienes y productos. En el caso de Haití, si bien Estados Unidos sigue siendo su principal proveedor (29,5% del total), la República Dominicana representa el 20,9%.
Así las cosas, al gobierno dominicano no le queda otro camino que activar una agresiva acción diplomática que considere una intermediación internacional neutral en una carrera de tiempo que los que controlan a Haití pueden sobrellevar. Es más, la prolongación de esta situación favorece al cuadro de inestabilidad que las bandas criminales quieren mantener para finalmente deponer lo que queda de gobierno.
De manera que pasó el momento de los idealismos y se precisa de tino, prudencia y racionalidad para no convertir este impasse en una crisis internacional, en un momento en que Haití vuelve al centro de atención global y tiene en las puertas una nueva fuerza multinacional.