Abogado, ensayista, académico, editor.
El primero está habilitado para agregar cuatro años a su primera gestión; el segundo aspira a ganarse una cuarta oportunidad; el tercero procura alcanzarla por primera vez. Lo cierto es que en la consulta del 2024 el electorado tendrá ante sí una posible escogencia entre tres tiempos: Abinader (presente), Fernández (pasado) y Martínez (futuro).
Cada candidatura arrastra la carga de la duda razonable. Así, una elección por el presente conlleva la convicción de que Abinader no ha agotado todavía toda su capacidad para gobernar y merece otra oportunidad. Una decisión por el pasado supone, en cambio, valorar las fortalezas de los gobiernos de Fernández como superiores a las del actual. Un voto por el futuro entraña, por su parte, la seguridad de que las opciones conocidas (presente y pasado) no son confiables hasta el punto de motivar una decisión por un candidato, como Martínez, que no ha tenido ocasión de gobernar. Sin embargo, esos tres tiempos gravitan como karma en la validación de cada oferta. Todas tendrán que soportar su propio peso. Veamos.
El presidente Abinader, a quien le ha tocado gobernar en un entorno de crisis, tiene que convencer de que un segundo gobierno superará favorablemente el presente y que la inexperiencia de su estreno será ya un relato del pasado. A estas alturas no le sirve excusarse frente a la crisis ni promover una recuperación que aún no se consuma. En el momento actual eso no persuade.
La población le dio un voto de confianza durante casi toda su gestión por aquello que la opinión pública ha llamado “las buenas intenciones” del presidente. Eso no es suficiente; una parte de los que votaron por él perdieron la paciencia. Si decide repostularse, debe proponer una administración distinta: capacitada, cohesionada y animada por un solo guion, consciente de que no puede ir a otro mandato bajo la socorrida percepción de que el “gabinete no ayuda al presidente”.
Abinader puede armar un gobierno de ensueño, en la convicción de que ya no irá con la presión de otro periodo y que la memoria histórica la cimenta el último gobierno. Todo dependerá de los amarres y concesiones que tenga que hacer para lograr la repostulación. Lo ideal es que vaya con los menores compromisos y adeudos particulares, especialmente de contratistas; esos tratos son perniciosos.
Más que un premio por la forma en que gestionó una crisis que todavía no termina, Abinader debe presentar nuevos proyectos de gobierno y obras pendientes de ejecución como factores para hacer imperativa una nueva oportunidad. Ese es el presente continuo que el presidente debe conjugar electoralmente.
Leonel Fernández, por su parte, lleva la peor carga. Y es que justificar un cuarto mandato no es tarea fácil para nadie. Doce años fueron más que suficientes para revelarse. Es, sin duda, el político más conocido. Provocar interés cuando hay pocos secretos precisa de dotaciones excepcionales para reinventarse y aun para hacer creíble esa hazaña. Se trata de una candidatura predecible. Ahí reside precisamente la tasa de rechazo que muestra el expresidente en todas las mediciones.
El problema de Fernández no solo es el pasado que encarna, en una sociedad dominada por generaciones jóvenes, sino un pasado de “tres periodos”. Esa condición pesa aún más cuando el líder critica al Gobierno por no redimir problemas estructurales. Es entonces cuando la pregunta cae por gravedad: ¿Y por qué usted no lo resolvió en doce años? Tal circunstancia también confina su discurso electoral, limitando las apelaciones a temas que tuvieron en sus gobiernos poca o ninguna atención.
Esos condicionamientos implican una escasa simpatía orgánica del candidato de la FP (con base en sus propios atractivos) y hace depender su crecimiento del descontento con el Gobierno. Y el expresidente Fernández lo sabe mejor que nadie; así, en recientes declaraciones dijo que la crisis global no va a cesar para las elecciones y que esa realidad tendrá implicaciones electorales adversas al Gobierno. El problema es que esa variable es muy contingente y tiene su propio techo.
Abel Martínez debiera, en teoría, ser el candidato del futuro por su relativa juventud y por empujar su primer emprendimiento como candidato presidencial, pero arrastra el partido que consolidó la vieja política. El PLD, escindido, con un liderazgo en desbandada y la peor crisis reputacional de su historia, lleva al alcalde de Santiago bajo la premisa de que “organizó la ciudad” (eso solo lo saben los santiagueros).
Martínez tiene un hándicap doble: marcar la diferencia con el partido que lo postula y construir una personalidad política propia. Para eso necesitará del acervo, los constructos y las visiones que no tiene. Todo lo contrario, la estrategia en juego será la misma empleada con Gonzalo Castillo en las pasadas elecciones: racionalizar a lo necesario su exposición verbal para evitar que el candidato destape sus hondas carencias conceptuales. Cuidar a Abel de Abel no ayudará a desarrollar una candidatura competitiva, que, por estar colocada en el tercer lugar de la preferencia, necesita que sea provocadora, agresiva, argumentativa y comunicativa. Veremos entonces a un “candidato gráfico” de abrumadora presencia visual en las vías y en las redes a través de vallas gigantescas o atractivos spots publicitarios orientados a la juventud y al patriotismo. De hecho, ya “su ciudad” y las carreteras del país no aguantan más publicidad, con el riesgo de que la temprana saturación de su imagen canse y crea el efecto contrario.