La orden de parar en un retén policial siempre me estresa. Aparte del miedo, es un incómodo momento que pone en conflicto dos apelaciones humanas: soltarle de una vez el dinero “del refresco” o resistir la provocación para martillarle el ejemplo. Me enfada el aprieto, pero no es fácil ignorar la espera de un hombre armado y con semblante de miseria trasnochada. Antes, me decantaba por un explícito no. Ya le he dejado la decisión al humor: a veces le pongo la cara; en otras, le interrumpo el discursillo con un billete empuñado. Total, cualquiera que sea la decisión siempre me queda la conciencia cortada.
Y es que hay pocas cosas parecidas a nuestros fracasos como la cara de un raso. Presumo que su trance más duro es recordar que alguna vez tuvo valor propio. Consentir condiciones tan indignas de trabajo supone empeñar la idea más barata del respeto personal. Y no aludo solo a los RD$14,210.59 que recoge mensualmente, que es la crónica completa de una carrera degradante de servicio.
Para empezar, un alistado es un objeto desechable de multiuso: chofer, mensajero, lava carros, jardinero, secretario y todo lo que el machismo de poder se pueda antojar. Claro, aquí de cualquier bolsa cuelga una escolta. Eso da estatus social. Por eso el Depar- tamento de Protección de Dignatarios tiene en nómina 6088 policías para guardarle la espalda a todo tipo de gente dentro o fuera del Estado.
Auditar y limpiar esa nómina es una tarea que no debe esperar una reforma. Y ni hablar de “los peluches”, gente asimilada o nombrada que no trabaja. A cada rato la viven aseando y se mantiene la misma costra. Por más que me lo expliquen, no lo entiendo. Aquí no hay violencia política ni crímenes de poder, tampoco operan organizaciones de terrorismo ni de secuestros para que cualquier ciudadano precise de la seguridad del Estado. Los criterios de asignación deben ser restrictivos y en la Policía Nacional no sobran los recursos. Sé de directores y comandantes que ofrecen “par de rasos” como regalo a amigos empresarios. Sus sueldos los pagamos con nuestros impuestos.
Frente a ese cuadro distópico sobrevive el policía ordinario, ese que gana menos que un mensajero de un banco y que se acomoda a su jornal sin quejas ni resabios. Su servicio no tiene hora. A ese policía se le demanda un comportamiento escandinavo cuando a duras penas ha podido salir de las marañas barriales más escondidas para aceptar, por subsistencia y no por vocación, un oficio socialmente despreciado. Ese mismo policía, parido y criado en los nichos de la delincuencia, es el que, por deber, la tiene que combatir sin excesos y según los estándares del primer mundo.
Pero donde este oficio prueba su rudeza no es en las tareas domésticas ni en las atenciones de seguridad personal, es en las calles. Allí se separa el hombre de la bestia. Oír lo que se vive en ese oscuro inframundo no es para cualquier estómago. He recibido el mismo relato de fuentes distintas. Se trata de un sótano dominado por códigos indescifrables de sobrevivencia donde el dinero del crimen rueda de ambos lados y la sangre salpica tanto los barrios como los rangos. Ahí no tienen cabida las teorizaciones ni los diagnósticos metódicos.
Nadie, excepto un policía, conoce las negras colusiones que se arman entre la criminalidad y la corrupción policial o las sinuosas formas en que operan las estructuras de extorsiones, exacciones y ejecuciones en la institución. Y es que en la Policía Nacional conviven dos sistemas de corrupción: uno tradicional, ya legitimado, basado en el aprovechamiento de los recursos públicos a través de las comisiones de reverso en las contratas y del que se beneficia una élite; y el otro, arrebatado a la propia actividad delictiva. Se trata de la participación en el negocio del crimen a través de las más variadas expresiones operativas: mediante la complicidad por extorsión, como el cobro de peaje en los puntos de droga; la complicidad por omisión, como hacerse de la “vista gorda” frente a la actividad delictiva; la complicidad por facilitación, como anticipar avisos de allanamientos y redadas. Otras veces, la inserción se da en la propia estructura criminal o facilitando medios para su ejecución.
El presidente Abinader anunció que se trabajará durante dieciocho meses en una evaluación de desempeño de todo el personal de la Policía Nacional, sin importar su rango o jerarquía, como base para el proyecto de reforma. La pregunta obligada es ¿cuáles serán los parámetros? Si partimos de lo que tenemos, tendremos que ir formando en paralelo a otro policía porque pocos pasarán la prueba. Nuestros rasos y cabos son en promedio analfabetos funcionales que se alistan porque no tienen otras alternativas de vida. Aceptar un sueldo de 250 dólares y revolverse en la rabiosa actividad del crimen da cuenta del policía que tenemos. Si queremos otro debemos hacerlo, y eso cuesta.
En la Policía Nacional falta hasta lo básico: no encontrar un director confiable. Es más, la impotencia es tal que no se sabe con certidumbre qué se quiere: por un lado, se reprocha el abuso de su autoridad mientras que, por el otro, se le pide que dé “macana”. Nuestra policía, de naturaleza arbitraria y violenta, no discrimina su instinto y así como ejecuta de un eructo a un presunto delincuente, abusa con igual carácter de los derechos ciudadanos. Azuzarla para que actúe con firmeza es incitarla al atropello. Ya veremos. El problema está en una institución agotada, predecible y de la que no se esperan sorpresas. Este “nuevo” director, que no me gusta para nada, vendrá a hacer lo que sabe: aplicar criterios de vieja escuela.
Las comisiones son maneras idóneas para diluir o delegar problemas. Pocas veces confío en ellas, sobre todo en las que se forman de manera ad hoc y basadas en criterios de representación y no de especialización. Creo en técnicos y no en burócratas. Me reservo las expectativas sobre sus resultados. Un consejo consultivo y colegiado de exdirectores de la Policía debió al menos considerarse. ¿Quién mejor que un policía conoce los problemas de su institución? Pero prefiero aceptar, aunque poco convencido, que lo que se logre será mejor de lo que tenemos. Hubiera deseado una respuesta menos reactiva y mejor pensada; menos emotiva y más racional. Como siempre, transarse por lo posible.
Hace unos días le inquirí a un veterano general retirado sobre el proyecto de reforma policial. Se quedó cavilando por un momento, luego y de la nada soltó una risotada estentórea que cortó secamente con esta pregunta retórica: “¿En manos de blanquitos?”. Recuperó la risa hasta el sofoco. Obvio, aludía a la conformación mayoritariamente empresarial de la comisión. No compartí su sarcasmo, pero me contagió su risa.