Una joven mujer se asoma al portón de hierros blancos que se ha convertido en una barrera física entre la acera de la calle y el hogar de la familia Medina. Lleva en sus manos una caja de dulces como obsequio por el Día de los Padres. Del otro lado está don César, su abuelo de 93 años, quien a pesar de los metros de distancia entre ellos está protegido con mascarilla y lentes de policarbonato.
Ella lo mira y no puede evitar humedecer con lágrimas sus ojos. Hace más de tres meses que no se acurruca en su pecho. Él da algunos pasos para compensar su poca audición, y en tono jocoso dice: “Deja el regalo y si tanto me quieres, no me abraces”.
Esta emotiva escena también está salpicada de melancolía y refleja la realidad de muchos dominicanos que este domingo 26 de julio tendrán una celebración atípica a raíz de la crisis de salud generada por el Covid-19.
Padre de ocho hijos, abuelo de 36 nietos y bisabuelo de 50, don César es un hombre sano, fuerte y alegre. Cuando escuchó la noticia de que las personas mayores representan un rango importante de vulnerabilidad comenzó a inquietarse. Por iniciativa propia, desde que se declaró el primer estado de emergencia decidió mantenerse en confinamiento junto a su esposa y una nieta con quien reside. Además guarda al pie de la letra las recomendaciones sanitarias para evitar el contagio.
“Amo a mis hijos, nietos y bisnietos, y me alegra verlos. Pero en este momento no es una idea segura que vengan a visitarnos. Prefiero sus felicitaciones por teléfono, así disminuimos cualquier riesgo”, comenta.
Un recuerdo poco grato
Nativo de Baní, municipio cabecera de la provincia Peravia en República Dominicana, don César llegó primero que su familia a la ciudad de Santo Domingo. Recuerda que para la Revolución de abril de 1965 trabajaba en Café Meca, empresa de Casa Medina & Castillo, propiedad de una familia banileja con quienes tenia parentezco.
Al hablar del estado emocional que le genera la pandemia, lo compara con aquella época por la incertidumbre que vive el país. “Al igual que ahora, para la Guerra del 65, entre asesinados y desaparecidos que no fueron reclamados, nunca se supo la cantidad real de muertos”.
“Fueron días muy difíciles para quienes como yo tenían a su familia lejos. No había teléfonos como ahora. Generalmente iba a Baní cada semana, tuve que esperar más de dos meses para ingeniármelas, llegar y confirmar que estaban bien. Durante ese tiempo junto a algunos de mis compañeros tuve que quedarme a dormir en la fábrica. Por suerte, una persona amiga de los dueños que se preparaba para montar un almacén y le habían prestado un cuarto, tenía provisiones y de ahí nos alimentamos. Por las noches escuchaba las balas que rozaban por el techo de zinc de la habitación continua al lugar donde dormía… así que cada mañana era un milagro estar con vida, casualmente igual que ahora”, evoca el abuelo.