En resumen, y sin pretenderla como dogma, he llegado a la conclusión de que el amor nace como instinto, madura como sentimiento, se fortalece como decisión y se sostiene con la razón. No solo es pensar en el otro, es sentir y decidir por el otro.
El primero de los ciclos es el “enamoramiento”, que es “sentir al otro”, un cuadro predominantemente emocional y químico. En esta etapa la racionalidad se nubla y deciden los instintos espoleados por las hormonas. El enamoramiento activa varios sistemas del organismo como la corteza cerebral, las neuronas y los sistemas endocrino, cardiovascular y fisiológico. Es un síndrome muy parecido al de un trastorno obsesivo-compulsivo, en el que se liberan cerca de dieciocho tipos de hormonas como la oxitoxina (el deseo), la dopamina (la euforia), la adrenalina (la energía y la agresividad). Esta etapa es muy febril y se vive con los primeros contactos, roces e intercambios. Sin embargo, nadie puede pensar que, como episodio libidinoso, siempre estaremos levitando en el éxtasis del deseo. Así, una cosa es amar y otra enamorarse.
El segundo ciclo es el “entendimiento”, que implica “conocer al otro”. Es una exploración cognoscitiva; una etapa crítica donde la racionalidad recupera su lúcido dominio. Aquí se ven las cosas en su real escala y se “descubren” los defectos. Es un tramo dilatado cuya hondura y extensión dependerá de la entrega. Aquí se ve la película completa. Cuanto más transparente sea la relación más fluido será el tránsito hacia el ciclo siguiente. Muchos no pueden manejar los conflictos derivados de la fricción en la interacción, de modo que las diferencias terminan muchas veces imponiéndose a los deseos.
El último ciclo es el de la “comprensión”, una etapa madura que entraña “aceptar al otro”. Es un equilibrado entendimiento entre lo racional y lo emotivo; supone una actitud, una disposición del corazón iluminada con la razón para conciliar intereses y dirimir conflictos. Muchas veces implica un “compromiso” no declarado de aceptarse en forma consciente, voluntaria y libre. No solo es admitir o someterse al otro; es hacer propios los intereses, las visiones y realizaciones del otro. Vivir y luchar por ellos. Einstein escribió: “comienza a manifestarse la madurez cuando sentimos que nuestra preocupación es mayor por los demás que por nosotros”.
Si consolidamos estos ciclos encontraremos el “amor maduro” como estado pletórico o consumado, ese que “siente, conoce, acepta y se compromete” con el otro. En ese nivel de entrega, no se está “junto” al otro sino “con” el otro, que son experiencias distintas: una es coexistencia; la otra, convivencia, en la que no nos ocupamos de las cosas del otro sino del otro y donde se pierde el sentido del bien propio. En esa lógica, el perdón es la llave. Quedarse estancado en el pasado es negarse la posibilidad de un presente expectante, lleno de futuro. La idea es cerrar capítulos y abrirse a retos de convivencia más plenos. En esta etapa el amor, además de decisión consciente, es necesidad del alma.
En resumen, y sin pretenderla como dogma, he llegado a la conclusión de que el amor nace como instinto, madura como sentimiento, se fortalece como decisión y se sostiene con la razón. No solo es pensar en el otro, es sentir y decidir por el otro. Confieso amar de esa manera y después de una vida de tumbos, luchas y logros, habito en una verdad más luminosa que el sol: no hay proyecto trascendente de realización sin el prójimo. Nacimos para amar. Principio y fin de la especie. Por eso, en el pensamiento de Jesús amar, más que una libre elección, es una obligación. “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado, así también os améis los unos a los otros”. Juan13: 34.