Miles (¿millones?) de fanáticos pasarán los próximos días (¿meses?, ¿años?) debatiendo el final de la serie y planteando desenlaces alternativos que consideran más épicos, ingeniosos o justos que el que se vio este domingo por HBO.
Aquellos que no fueron atrapados por la serie podrán creer que es una exageración dedicarle tanto tiempo a criticar y reimaginar un programa de televisión con dragones y zombies.
Pero lo que no consiguen entender es que Game of Thrones es mucho más que un mundo de fantasía épica.
Sus personajes, con sus talentos, deseos y mezquindades, sumados a la impredictibilidad de la trama la convirtieron en una de las series más exitosas de la historia de la televisión, logrando conquistar a espectadores y críticos por igual.
O al menos así fue hasta la octava temporada, cuando la cuidadosa trama política y humana de las entregas anteriores fue arrollada por la espectacularidad visual y el efectismo narrativo.
Los personajes pasaron a protagonizar decisiones y diálogos inverosímiles, que hicieron al espectador consciente de que había un guion, presupuesto y plazos que cumplir para llegar a un punto final prefijado.
Todavía no está claro si ese final es el que pensó en 1991 George R.R. Martin cuando comenzó a escribir “Canción de hielo y fuego”, la inconclusa saga de libros en la que se basa Game of Thrones.
Lo que sí es cierto es que la ejecución televisiva de David Benioff y D.B. Weiss es el único cierre oficial, uno que generó sorpresa y desilusión, pero también alguna alegría.