Por: Jose Luis Taveras.
Hace algún tiempo sus nombres rodaban como canicas entre el cuchicheo de los vecinos. Estaban socialmente anuladas y confinadas en sus casas. Asumían dócilmente su papel y lo interpretaban con discreto celo. Eran las segundas y en tal condición impedidas de exigir un trato igual al de las esposas. Sabían que el día que reclamaran algún derecho matrimonial lo perderían todo, hasta el sustento de sus hijos, tratados como lo que eran: bastardos. Las reglas de la relación no estaban escritas, pero tampoco era necesario: el machismo las imponía de forma consuetudinaria. La idea era no parecerse a la esposa ni que el trato soportara alguna comparación. Las queridas se tenían como premio al machismo adinerado para escapar de un matrimonio mantenido por marca social, mandato religioso, apariencias urbanas o para evitar la partición del patrimonio conyugal. Ellas debían suplir lo que ya no aportaba una relación cansada y aburrida.
La querida era la amante “instalada”, aquella que brindaba el espacio y los medios para que el macho se sintiera como en su casa. Esa fantasía, de creerse extraño en sus propios dominios, afirmaba su libidinoso carácter de semental. Pero, igual, la querida era una experiencia intermedia entre el desempeño coital de la prostituta y la sumisión de la señora del altar. Con ella la intimidad no tenía ortodoxia ni rigidez. Era su campo de honor, donde ganaba ventaja y razón. Eso sí, estaba obligada a demostrar sus mejores pericias como soberana de la cama y cortesana de los caprichos del Don, esos que con la esposa no se pedían ni se daban porque se entendían como profanaciones a la “santidad” del sacramento. Pero, como súbdita de la tiranía machista, la querida estaba sujeta al mismo régimen de fidelidad de la señora. Ambas eran reas de esclavitudes paralelas, aunque bajo un mismo patrón de abusos.
La querida, como réplica postiza del matrimonio, se perdió en el tiempo. Esa mujer de vida arrimada que cargaba con el bochorno de ser segunda, definitivamente caducó. Las tendencias de consumo de un capitalismo desigual, decadente y hedonista trajeron nuevos formatos de interacciones carnales. La prostitución se reinventó bajo códigos estilizados de prestación. Hoy la querida no es ni sombra de su propuesta original. Lo más próximo es una chapeadora con acuerdo negociado de “fidelidad”.
Las carencias de oportunidades, la exclusión y la fermentación de los valores tradicionales empujaron a los jóvenes de la periferia social a explotar tempranamente sus cuerpos. Así nace el chapeo, expresión de una sociedad dominada por valores plásticos de vida. La chapeadora no es ni la clásica querida ni la prostituta convencional que comercia su cuerpo para el beneficio de una red o de un negocio ajeno. No, el chapeo es un emprendimiento individual en el que la muchacha o el muchacho es dueño de su negocio. En la lógica del intercambio, la fidelidad (o, mejor dicho, la exclusividad) es un aspecto más de la negociación carnal que se concretiza con la instalación “full” de la chapeadora en un apartamento. Eso supone tenerla como amante, pero con notaciones muy distintas a la querida de otros tiempos.
La chapeadora es teóricamente fiel mientras se mantenga la provisión que le permita un estándar de vida acorde con el estatus de su mercado social. Esa exclusividad de uso se compra, y tiene un precio muy alto porque se trata de una consumidora frenética.
Su figura es su activo, marca y “good will”. De manera que para acreditarse como tal tiene que mantenerse “mise à jour” (puesta al día) en las tendencias de la moda, las marcas y los finos hábitos de vida, pero, igual, es una paciente compulsiva de las cirugías estéticas, los implantes y las lipoesculturas. No es una simple amante; es un señor lujo reservado para los grandes “templos”.
El chapeo como negocio es un componente cada vez más apreciable en la economía del consumo, con probable impacto en el PIB. Se trata de un comportamiento social reactivo a las precariedades de la subsistencia y a la disolución de viejos patrones de vida en una sociedad cada vez más líquida.
Lo sensible es cuando esa “industria” la sustenta “oficiosamente” el Estado. Nadie ha estudiado el impacto de este servicio en las finanzas públicas. En la República Dominicana tenemos un funcionario activo por cada veintidós habitantes y una nómina pública equivalente a casi un cinco por ciento de la población, sin considerar beneficiarios de pagos disfrazados como servicios, contratas y asesorías ni los trasiegos de fondos “por la izquierda”. Si esa realidad la encuadramos en la cultura patológica del gasto, es seguro que una buena parte del chapeo, como economía de servicio, se mueva con fondos públicos. Hay ministerios (como por ejemplo el de Relaciones Exteriores) que cargan con la nómina más pesada y ociosa de infuncionales, dominada por una diversa composición social y regida por los criterios más laxos de contratación. Pero otra arista en este análisis es la línea de rotación social de los funcionarios altos y medios del Gobierno: un segmento cada vez más expandido que de clase media ha mutado a la alta en algo menos de veinte años gracias a la corrupción y al relajamiento institucional. Esta clase suele ser ostentosa, dada al dispendio y a la liviandad. De hecho, ha impuesto nuevos estilos de vida en los que el chapeo es una de las elecciones lúdicas más distintivas. ¿Y qué decir del nuevo pelaje de ricos creado por los esquemas de contrataciones de obras del Estado? Hoy los contratistas son una eminente y poderosa casta de primera generación. Mercado premium del chapeo.
Así van las cosas, y la vieja querida del funcionario de otros tiempos queda apenas como el tímido asomo de lo que yo llamo “la cultura silicona del poder”, tendencia que ha contado en estos gobiernos dispendiosos y profanos con su más aclamado relato.