Por: José Luis Taveras.
Se supone que la afición deportiva es una distracción. Como ocupación lúdica, el fanatismo mitiga el rigor cotidiano. La pasión que se enardece en el espíritu es trepidante, intensamente liberadora. Sus emociones tienen colores y fuerzas distintas. Pocas tramas arrebatan tanta expectación como un partido final por el campeonato de cualquier disciplina. Y es que cada deporte trae su propia emotividad. Así, por ejemplo, el baloncesto despierta una agitación acelerada; el boxeo, una tensión desgarradora, y el béisbol produce trances espaciados de suspenso. El deporte es regocijo y éxtasis; en mi caso, la afición ha sido una experiencia penitente y masoquista.
Como todo dominicano, amo el béisbol. Mi simpatía nació a los ocho años. Nací, me crié y vivo en Santiago. Esa condición me convertía en aguilucho por derecho, costumbre y religión. Sin embargo, extrañamente la historia fue otra.
Compartía con mi padre la audición radial de los juegos de la liga dominicana. Me recuerdo sentado en cuclillas al lado del transistor que mi papá ponía en el piso mientras descansaba en una mecedora. Su atención se perdía entre cabeceos perturbados por súbitos espantos cuando la narración del juego se avivaba por una base robada por Miguel Diloné o un doblete de Winston Llenas. Sin embargo, nada me apasionaba tanto como hurgar en las actuaciones de los pocos criollos que jugaban en las Grandes Ligas. Seguía con ardor su desempeño y presumía con mis amigos saber y recitar a pura memoria el equipo en que jugaban, sus posiciones, su average de bateo, las carreras empujadas y anotadas. Cuando le inquiría a mi padre sobre el origen de esos jugadores estelares, solía darme la misma respuesta: “de San Pedro de Macorís”. Esa reiterada revelación fue mitificando en mi imaginario a la ciudad oriental hasta convertirla en santuario de mi devoción beisbolera. Las Estrellas Orientales encarnaban ese espíritu, ese ensueño. Un día, infundido de arrojo, le confesé a mi padre una verdad tan infausta como el anuncio de un embarazo no planeado: “papi, me gustan las Estrellas Orientales”. Su expresión todavía late en mi memoria. “Tú siempre tiras para el monte”, me dijo, con la decepción de quien sufre una perfidia irredimible. Desde entonces soy un estrellista en Santiago, una ciudad en la que no ser aguilucho es terrorista. El único fanatismo rival reconocido por esos fogosos aficionados es el liceísta, por una historia de antagonismo orgánico. Muchos todavía dudan de mi sinceridad; otros, no disimulan su molestia, convencidos de que esa afición deriva de mi “roscaizquierdismo”; para incomodarlos suelo decirles: “no soy fanático, soy mártir”.
Las Estrellas Orientales, en sus 106 años de existencia, solo han ganado dos títulos: uno en 1954 y el último en 1968. La afición oriental es la más leal y pura. Es incondicional y tiene su particular filosofía: el fanático oriental piensa: “si no es este, será el siguiente, pero será”. Esa expectación casi escatológica produce un placer sádico; una emoción sutilmente morbosa. Para el estrellista, el desafío no es ganarle a un equipo x; su verdadero rival es el destino y cada temporada es una oportunidad para al menos contrariarlo. El estrellista es un fanático de fe. Pero como hasta Jesús fue tentado en su fe, me rindo. ¡No más!
¡Quiero ganar! De manera que hago pública mi deserción y reclamo con justo derecho un resarcimiento por una historia tormentosa de decepciones. Emplazo a la directiva de las Estrellas Orientales a una conducción competente, creativa y diligente. Abandono el quijotismo e invito a todos los fanáticos del equipo oriental a sumarse a este reclamo. Ya está bueno de espera. Soy un insurrecto y en esa condición le exijo a la organización un reconocimiento a mi lealtad. Es cómodo ser estrellista en San Pedro, ¿y es fácil serlo en la plaza más fanatizada de la liga, sufriendo vejámenes, acosos y escarnios? No, señor.
Si quieren recuperarme, estas serán mis exigencias: deben dedicar el torneo local del 2018 al “fanático santiagués” con mi nombre. Requiero mi inclusión en el lanzamiento ceremonial de la bola en tres ocasiones durante la temporada regular y la entrega de una placa de reconocimiento como embajador de las Estrellas Orientales, así como la distinción de hijo meritorio de la ciudad con la presencia de todas las autoridades provinciales. Le doy un plazo de dos meses a la directiva del club para que consignen esos reclamos como obligaciones de un pacto honorable ante comparecencia notarial, de lo contrario les deseo la suerte que desde el 1968 no han tenido; quizás el azaroso sea yo y el equipo gane con mi salida. De incumplirme, aprovecharé la presencia del equipo en Santiago en el próximo torneo para recibir mi ingreso con iguales distinciones en las Águilas Cibaeñas. Chilote, Juanchy, José Augusto, Quilvio y Fabio solo esperan mi aviso. Pena que no podré decir: ¡aguilucho desde chiquitico!