Por: Valentin Medrano Peña.
Llegaron sudorosos. Caminaron kilómetros desde el lugar donde los autobuses que les trajeron de Barahona tuvieron que desviarse debido al tumulto. Eran filas interminables, pero nadie parecía sorprenderse de la gran acumulación de personas. Estaban acostumbrados a esos enorme agolpamientos humanos.
Los altoparlantes anunciaban con consignas el retorno del líder convocante, quien venía del extranjero a aclarar los rumores de una enfermedad admitida. Se anunciaba en ese momento la llegada de la delegación de Azua, y se le nombraba “la guardia imperial del Partido Revolucionario Dominicano”. En tanto esto ocurría, la delegación azuana aplaudía eufórica, sin embargo murmuraban entre ellos que no era lo mismo en boca de otro que no fuera su líder. Esto no haría sentido sino hasta poco después.
Una por una fueron anunciadas las delegaciones que ya hacían imposibles los desplazamientos en la histórica plaza de la 17, el lugar que decía adiós a la zona oriental hacia la capital dominicana. Un cruce de dos anchas avenidas que había sido cuna de las grandes concentraciones humanas movidas por el liderazgo del Dr. José Francisco Peña Gómez.
Él, era el líder de las denominadas masas irredentas. Un hombre de tez morena con un discurso envolvente. De personalidad atrayente y cautivadora. Propietario de una voz altitonante y un muy buen uso de la palabra, a la que sabía maniatar y dominar. Todos le amaban, hasta los que le odiaron le amaban, al fin son los sentimientos más próximos.
Solía ser alegre y de buen trato, aunque de momento podía ser pugnaz e iracundo. Era el cabeza del Partido Revolucionario Dominicano desde el momento en que se produjo la autoexclusión del fundador del mismo, el Profesor Juan Bosch, quien decidió fundar con unos pocos que le acompañaron en la escisión, un partidito llamado PLD, a quienes en ese momento, hasta el mismo líder perredeísta miraba con agrado y cierta tristeza, pues no se le vislumbraba futuro político al partido de su viejo profesor.
Era Peña Gómez el más grande líder de masas dominicano, y último con semejante poder e incidencia sobre los seres humanos en todo el continente. Líder de una media isla tradicionalmente negrera muy a pesar de ser estos mayoría. Peña Gómez era para muchos una especie de deidad, un ser irrepetible. En verdad lo fue.
El altavoz anunciaba la entrada de un enclave tradicionalmente perredeísta, la delegación de Boca Chica, cuyos dirigentes se preciaban de nunca haber perdido unas elecciones para el PRD.
De repente, quien hacia el uso de la palabra fue interrumpido, y se esparció el rumor entre los más cercanos a la enorme tarima levantada en medio de aquella tradicionalmente agitada vía, de que ya estaba allí el Dr. Peña Gómez, y rápidamente se escuchaban los instrumentos de percusión haciendo fanfarrias. En ese instante, el tono de voz escuchado hasta entonces en las enormes bocinas cambió. Ahora era una voz conocida, se solía escuchar al mediodía en Tribuna Democrática, el programa radial del Partido Blanco, haciendo las veces de presentador oficial del egregio líder dominicano.
Tony Rafúl, un poeta muy cultivado, iniciaba con su tradicional eufonía su participación en el acto, y poco a poco los presentes fueron entrando en una especie de éxtasis colectivo, y prácticamente terminaron coreando con Rafúl sus últimas frases para dar paso al líder negro del partido blanco. “Con ustedes la voz nacionalista y revolucionaria del compañero Doctor, José Francisco Peña Gómez”, terminaron todos a coro gritando, y queriendo ser Tony Rafúl o al menos parecérsele en el tono usado.
Las fanfarrias, las trompetas, los bailes, los aplausos, el calor que aunque sofocante parecía ser grato combustible del frenesí, se fueron multiplicando, llegando a convertirse en un ruido enorme que aumentó en algarabía hasta hacerse ensordecedor. Querían ahogar sus temores por la enfermedad del líder en aquel ruido infernal. En ese momento, ataviado de un traje color crema muy claro, el irrepetible líder pronunciaba su primera expresión -¡¡”Compañeros”!!. La gente enloqueció. Aplaudían. Lloraban. Se abrazaban y saludaban chocando las manos a la altura de sus cabezas. Todo era de júbilos y vocinglerías que se extendió por largo rato. El Negro líder levantó su mano derecha, luego de permitir aquel bullicio y con la palma ligeramente levantada y movimientos suaves en subibaja, logró que todos a poco hicieran posible continuar con su discurso.
Llamó a las delegaciones de prácticamente todo el país, y cuando mencionó a la delegación de Azua diciendo, “Dominicanos de Azua, la guardia imperial del Partido Revolucionario Dominicano”, los murmullos primeros tomaron un sentido absolutamente lógico. Los Azuanos parecían levitar, su emoción era contagiante y entendible.
“¡Aquí está su moreno, aquí está su moreno!”. “Levanten las banderas, levanten las banderas”. “Mírenlo ahí, el partido más grande que ha conocido la historia de la República Dominicana”. Dicho esto, todos aplaudían y gritaban como queriendo hacer llegar a los cielos sus voces agradecidas. Sentían a ese hombre maravilloso su familia. Sus palabras penetraban sus corazones sin esfuerzo alguno. Le amaban. Era el propietario único de sus esperanzas.
“Llegó su moreno con el cuerpo salpicado de cicatrices”. “El Cáncer ni me venció ni lo vencí. Estamos tablas”. Era la tarde del 20 de Julio del 1997.