RÍO DE JANEIRO. La presidenta brasileña Dilma Rousseff y su mentor y predecesor Luiz Inacio Lula da Silva buscaban replicar el lunes al descontento popular y a la ofensiva judicial que amenazan con cortar en seco 13 años de gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT, izquierda).
El clamor de más de tres millones de brasileños que el domingo pidieron la salida de Roussseff agravan la crisis en medio de la recesión económica y de las escandalosas revelaciones sobre el megafraude en Petrobras, que manchan a la élite política y económica del país.
Rousseff vive desde diciembre bajo la amenaza de un juicio político impulsado por la oposición en el Congreso por presunto maquillaje de las cuentas públicas en 2014.
Lula (2003-2010) enfrenta una amenaza de prisión preventiva por las denuncias de corrupción y lavado de dinero vinculados al caso Petrobras.
¿El gobierno o la cárcel?
En una extraña jugada, miembros del gobierno dejaron abierta la posibilidad de que Lula entrase al gabinete. Una opción que libraría de comparecer ante la justicia ordinaria, pero que corre el riesgo ser considerada como una huida por sus propios seguidores y de acentuar las resistencias a una eventual tentativa de ser reelecto en 2018.
Un tribunal de Sao Paulo transfirió el lunes al juez federal Sergio Moro, que lleva la causa de Petrobras, una denuncia y pedido de prisión preventiva en su contra. Moro aún debe decidir si acepta tomar el caso en un proceso que tomará tiempo.
La defensa del exmandatario ya dijo que apelaría y, según medios brasileños, el proceso empujaría a Lula a aceptar el cargo.
La presidenta expresó la semana pasada que sería “un gran orgullo” tener en su gabinete al exobrero metalúrgico, líder sindical, presidente del milagro socioeconómico brasileño de la década pasada
“Si Lula viene, seguramente será para cuidar de aquello que él mejor sabe hacer, que es la política”, dijo el jefe del gabinete Jaques Wagner, que habría puesto su cargo a la orden.
El caso en Sao Paulo, que Lula calificó de “canallada homérica”, estaba centrado en un apartamento del que el expresidente niega ser propietario y que lo relacionaría con una constructora implicada en el escándalo de Petrobras.
Pero el apartamento, un tríplex, también está en la mira de Moro, que ordenó el allanamiento de la casa de Lula en el cinturón industrial de Sao Paulo hace diez días para llevarle a declarar forzosamente.
En esa comparecencia, Lula se mostró desafiante, según el expediente judicial divulgado por los medios este lunes.
“Yo, que estoy viejito, que estaba queriendo descansar, voy a ser candidato a la presidencia en 2018 porque creo que quienes cometieron un atrevimiento conmigo, van a tener que aguantar atrevimientos de aquí en adelante”, afirmó.
Contraofensiva
Las más de tres millones de personas –1,4 millones en Sao Paulo, según las cifras de la Policía– formaron el domingo una impresionante marea opositora verde y amarilla, que serpenteó por un Brasil golpeado por la recesión económica y hastiado de las escandalosas revelaciones sobre el megafraude en Petrobras.
Rousseff, cuya popularidad está en un ínfimo 11%, convocó a sus ministros más cercanos este lunes para analizar la situación, que no obstante “no cambia nada la agenda del gobierno”, según dijo Wagner.
“Es una manifestación más, no la estoy desestimando. Creo que fue grande, significativa (…). El buen o mal humor de la calle tiene que ver con el buen o mal desempeño de la economía”, añadió.
El oficialismo prepara una contraofensiva en la calle, con manifestaciones convocadas para el 18 de marzo.
La oposición por su lado, espera que la movilización del domingo ejerza presión sobre los diputados indecisos, que deberán pronunciarse a favor o en contra del impeachment (juicio político) a la presidenta, reelegida en 2014.
La batalla por la supervivencia de Rousseff no está necesariamente perdida. Entre otras cosas, porque la oposición no ha encontrado la fórmula para un eventual “post-Dilma”.
El líder y presidente del principal partido de oposición, el Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), Aecio Neves, no es un adepto incondicional del impeachment, que automáticamente colocaría al PMDB en el poder hasta 2018.
La semana pasada, Neves prefirió invitar a Rousseff a dimitir, “en un gesto magnánimo de generosidad por el país”.
Rousseff, por su parte, afirmó rotundamente el viernes que no tenía “ninguna intención” de renunciar.
Pero para seguir gobernando tiene que tratar igualmente otro importante frente abierto: la alianza con la gran formación centrista PMDB, imprescindible para el Partido de los Trabajadores (PT), y que fijó el fin de semana un plazo de 30 días para decidir si sigue en el gobierno o abandona a su suerte a la presidenta.
por Pierre Ausseill