MOSCÚ. En el Kremlin llueve sobre mojado: la última mala noticia es la conclusión de la investigación pública británica de que el presidente de Rusia, Vladímir Putin, “probablemente” dio el visto bueno al sonado asesinato del exespía ruso Alexandr Litvinenko, perpetrado en Londres en 2006.
Pero Moscú se aferra a aquello de que al mal tiempo, buena cara, como lo demuestran las declaraciones del portavoz de la Presidencia rusa, Dmitri Peskov, que atribuyó al “humor británico” las conclusiones de la Justicia de la pérfida Albión.
La misma actitud positiva mantiene el portavoz del Kremlin cuando afirma que no se puede hablar de un desplome del rublo, sino sólo de “volatilidad” en el mercado cambiario, cuando la moneda nacional ha perdido más de la mitad de su valor y marca estos días mínimos históricos frente al dólar.
Pero el derrumbe de los precios del petróleo, la principal fuente de ingresos de las arcas públicas rusas, ya ha obligado al Gobierno a anunciar recortes presupuestarios para este año, en el que se prevé una contracción económica del orden del 1 por ciento, que se suma a la de 2015, del 3,9 por ciento.
“Consideramos que paulatinamente conseguiremos estabilizar la economía”, declaró Putin recientemente en una entrevista con el periódico alemán “Bild”
Sin embargo, la estabilidad, considerada hasta un par de años el mayor logro de presidente ruso, no está, ni mucho menos, a la vuelta de la esquina.
El primer ministro ruso, Dmitri Medvédev, ha admitido que el fin de la caída del producto interior bruto no significa automáticamente el retorno a la senda del crecimiento, y ha alertado de que la historia muestra que una depresión económica puede durar decenios.
Algunos politólogos advierten de que el contrato social ruso de dejar hacer al Kremlin a cambio de tranquilidad económica está a punto de expirar, por incumplimiento de las autoridades.
La crisis ha castigado con dureza no sólo a los sectores tradicionalmente más desprotegidos, como los pensionistas, sino también a la incipiente clase media, que ve cómo se reducen sus ingresos y se ve obligada a rebajar sus hábitos de consumo.
Todo esto, con el trasfondo de las sanciones occidentales por la implicación de Moscú en la crisis ucraniana, que han privado a Rusia de importantes fuentes de financiación y que, todo indica, van para largo.
Este aciago panorama llevó hace unos días a Herman Gref, exministro de Economía y presidente del Sberbank, el mayor banco ruso, a afirmar que Rusia ha perdido la competición en la economía mundial y engrosa la “lista de países perdedores”.
Según Gref, la era del petróleo ya ha terminado y la única vía que tiene Rusia para evitar la esclavitud tecnológica es hacer hincapié en la ciencia, la educación y la actividad empresarial, pero para ello hay que “cambiar radicalmente la calidad de todas las instituciones del Estado”.
De lo contrario, pronosticó, el rezago de Rusia respecto de los países más avanzados será incluso mayor que durante la pasada revolución industrial.
El deterioro de la situación económica ha provocado brotes de descontento social y algunas manifestaciones, como las de los camioneros, que han llamando para el próximo 6 de febrero a una jornada nacional de protesta contra un polémico sistema de peaje impuesto a los transportistas.
Los sondeos muestran que la crisis prácticamente no afecta a la popularidad del presidente ruso: según un estudio realizado la semana pasada por la fundación Obschéstvennoye Mnenie (Opinión Pública) el 74 por ciento de los encuestados votaría a Putin en unas elecciones presidenciales.
Pero las encuestas en Rusia no son de fácil lectura, ya que como destaca un sondeo del centro de estudios sociológicos Levada, el 49 por ciento de quienes las responden considera que los rusos son reacios a desvelar sus opiniones a los encuestadores.
Bernardo Suárez Indart/EFE