América Latina se encuentra en un momento crucial. El colapso del superciclo de los productos básicos ha concluido un período de fuerte crecimiento de casi 15 años para sus economías. La creciente pérdida de popularidad de los tres partidos de izquierda más importantes del continente — en Brasil, Argentina y Venezuela — sugiere una nueva dirección política también. Esto ha llevado a que se hable del “retroceso de la marea rosa”, los nacionalistas, derrochadores y, a menudo, corruptos populistas que dominaron gran parte de la región durante la mayor parte de este siglo. Sin embargo, el cambio más grande que tiene lugar hoy en América Latina tiene que ver con el auge del estado de derecho.
En Venezuela, el partido socialista gobernante fue vapuleado en las elecciones legislativas de diciembre por los votantes hartos de la incompetencia, la crisis económica y la corrupción rampante. En Argentina, un nuevo presidente con visión empresarial, Mauricio Macri, ocupa el cargo, lo cual deja a Cristina Fernández en la posición de retirarse con la enorme fortuna que de alguna forma acumuló como presidenta. Los brasileños por su parte están asombrados de cómo una investigación sobre la corrupción masiva en la compañía energética estatal Petrobras está obligando a líderes empresariales y políticos de alto nivel a rendir cuentas como nunca antes.
Este nuevo énfasis en el estado de derecho es un cambio importante para un continente donde las élites han disfrutado durante mucho tiempo de la impunidad. Refleja el creciente deseo de los ciudadanos latinoamericanos de que los estados modernos reconozcan los límites del poder y respeten los controles y equilibrios constitucionales también. (No es casualidad que la mala gestión económica sea mayor en los países en los que el constitucionalismo y el estado de derecho son más débiles, como Venezuela.) La aversión popular a la corrupción, amplificada por los medios sociales, está tan extendida que algunos incluso hablan de una “primavera latinoamericana”.
Los mecanismos legales aparte de las elecciones con los que los ciudadanos pueden expresar su disgusto juegan un papel importante. En Brasil, la presidenta Dilma Rousseff enfrenta la amenaza de juicio político. En Venezuela, la oposición puede organizar un referéndum revocatorio para destituir a Nicolás Maduro. En Guatemala, un presidente en activo fue arrestado por cargos de corrupción. En Chile y México, la sociedad civil ha criticado duramente a los miembros de las familias de los presidentes por presuntos conflictos de intereses.
Esta rendición de cuentas refleja un gran cambio que trasciende la política. Al igual que todos los cambios radicales, provocan disrupciones. Sin embargo, también puede ganar votos: El Sr. Macri convirtió a las instituciones más fuertes y al estado de derecho en explícitas promesas de campaña dirigidas a los votantes argentinos.
El año 2016 probablemente será difícil pues se prevé que la economía de la región se contraiga por primera vez en 33 años (a excepción de una breve depresión como resultado de la crisis económica mundial de 2008). Satisfacer las aspiraciones de la “nueva clase media” de la región va a ser especialmente difícil en estas circunstancias. Igualmente difícil, también, será mantener las frágiles coaliciones que llevaron a la oposición al poder en Argentina y Venezuela. Va a ser un camino difícil, con muchos percances.
Tanto más importante, entonces, es que las reglas del juego se fortalezcan y respeten. Hacerlo atraerá las muy necesarias inversiones y ayudará a las economías de la región a adaptarse mejor a un mundo de bajos precios de productos básicos.
Al menos, ésa es la esperanza. Como sucede con toda esperanza, sin duda habrá decepciones que alimenten el cinismo y la desesperación. Algunos países avanzarán, mientras que otros retrocederán. Sin embargo, hay buenas razones para anticipar el progreso general en medio de la marea cambiante.
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