Hubo un momento, poco después de que mudé a mi familia de una costa estadounidense a la otra, cuando la magnitud de lo que habíamos hecho por fin me impactó.
Bajando cuidadosamente los escalones que van de nuestra calle en Brooklyn a otra más abajo, me resbalé en el hielo y reboté el resto del camino boca arriba. Tumbado al pie de los escalones, aturdido, adolorido y mirando al cielo color gris pizarra, me di cuenta de que Santa Monica estaba muy pero muy lejos.
La reubicación por motivos de trabajo requiere ajustes personales tanto como profesionales y yo he tenido la buena fortuna de hacerlo dos veces. En 2006 mi esposa y yo dejamos Londres por Los Ángeles; después, hace 18 meses, ahora cargando con tres niños, nos mudamos otra vez — dejando la soleada California del Sur por los ligeramente menos soleados alrededores de la Ciudad de Nueva York.
Antes de ambas mudanzas, tuvimos que contender con amigos y colegas que ofrecían consejos y advertencias no solicitadas. “Estás loco”, uno de mis amigos de Los Ángeles me dijo antes de mudarme al este. “Se supone que uno se mude de Nueva York a LA, no al revés”. Tenía cierta razón. Yo había conocido a esos trasplantados de Nueva York que habían cambiado el clima frío y los apartamentos apretados por casas espaciosas, playas con arena y sol todo el año. Pero habíamos escuchado advertencias igualmente lóbregas antes de nuestra mudanza de Londres a LA y los calamitosos vaticinios sobre la gente plástica y el tráfico resultaron carecer de fundamento.
Admito, sin embargo, que en mis primeros meses en Nueva York se me ocurrió más de una vez que había cometido un grave error, usualmente al batallar con el gentío en el metro durante la hora de máximo transito, en camino a la oficina de Financial Times. Una mañana, me sentí encantado de hallarme en un tren completamente vacío, pero la felicidad se evaporó una vez que me di cuenta que iba en la dirección equivocada y estaba en camino a Queens, no a Manhattan.
Todos los expatriados tienen que ajustarse al cambio. En LA, el sol cotidiano significa que las estaciones se borran entre si mientras que en Nueva York hay claras diferencias estacionales. Los extremos son más grandes, con veranos embrutecedores e inviernos estilo Game of Thrones.
Una noche en Brooklyn, poco después de la caída por los escalones, resolví limpiar la gruesa capa de hielo que cubría los escalones de la entrada de nuestra casa. Habíamos gastado la bolsa de sal tamaño industrial que el inquilino anterior había dejado en nuestro sótano, así que ataqué el hielo con un martillo. Sólo que había perdido el martillo así que usé el único que pude encontrar: un martillo pequeño de cabeza delicada que mi esposa usaba para hacer joyería. Al verme sentado ahí, martillando miserablemente el escalón, las manos entumecidas y con pedazos de hielo golpeándome la cara, nuestra vecina salió de su casa, preguntándome cortésmente si estaba bien.
No hay tales problemas en LA. Me había acostumbrado al sol, las playas cercanas y las peculiares peticiones en restaurantes de nuestros compañeros de mesa obsesionados con la dieta. (En una de mis últimas comidas en esa ciudad, un amigo pidió un batido vegetariano y una tortilla de queso de soja).
En LA, no tenía que viajar al trabajo porque trabajaba desde casa, lo cual fue un gran cambio de trabajar en la oficina de Londres del FT. En LA, llevaba los niños a la escuela cada mañana, regresaba a casa, le decía adiós a mi esposa y caminaba unas pocas yardas a la pequeña oficina al lado del garaje. Ahí me instalaba a trabajar en mi escritorio — solo. Sin ningún colega con quien intercambiar chismes o molestar, era una existencia solitaria. Tenía que forzarme a salir todos los días a ver otros seres humanos para evitar convertirme en el personaje de Jack Nicholson en The Shining.
En Nueva York, estaba de nuevo trabajando en una verdadera oficina, lo cual requirió otro periodo de transición. Las primeras semanas saltaba cada vez que alguien caminaba detrás de mi silla. También tuve que desaprender la costumbre que había desarrollado en LA de hablar conmigo mismo mientras escribía.
No sé si fue el clima, viajar al trabajo, o tener que ponerme corbata otra vez, esos primeros meses en Nueva York fueron miserables. Pero entonces, lentamente, las cosas empezaron a mejorar. Me preocupaba que mis hijos se sintieran intimados por la aspereza del clima, pero salen afuera cada vez que pueden, llueva o haga sol. Comencé a apreciar las cosas que Nueva York ofrece y también me ajusté al ambiente de oficina, tanto que me sentí cómodo tirándole pelotas de papel al editor bancario cuando no estaba mirando.
Sí, las ratas tamaño de perro Yorkshire que veo correteando por las vías del metro son algo difícil de asimilar y, sí, las sofocantes calles de verano en Brooklyn y Manhattan tienen fuertes olores maduros que yo nunca sospeché que existían.
Pero nada de eso ha hecho mella en mi creencia que la reubicación por motivos de trabajo es positiva y provechosa. Si, al aproximarse el Año Nuevo, tus pensamientos se dirigen a la posibilidad de trabajar en una región nueva y diferente, inténtalo. Pero cuidado con los escalones.
Matthew Garrahan (c) 2015 The Financial Times Ltd. All rights reserved